La indefinición inicial…
Nacemos al mundo gracias a la unión de dos. Para que la vida del homo sapiens sapiens inicie, se requiere la combinación de dos materiales genéticos diferentes. Además para que la vida prospere, necesita ser alojada dentro de un cuerpo hasta que pueda sostenerse como organismo independiente.
A pesar de la increíble fragilidad que ostenta la cría humana al nacer, está también dotada con mecanismos que le permitirán sobrevivir y vivir, siempre y cuando el entorno que la acoge se encargue de nutrirla material y emocionalmente. Para que la vida incluso en sentido biológico prospere y se realice en tanto vida humana, se requiere de la fuerza del deseo para sostenerla e inscribirla en el mundo simbólico propio de los seres humanos. Ser cría humana indefensa y devenir luego humano en sí, se logra gracias a la función de acogida que realizan quienes han llegado antes y nos traen al mundo: papá y mamá.
Sin embargo, proceder de dos tiempos de fusión, la primera instantánea en términos bioquímicos (sea corporalización de un deseo previo o encuentro del azar), y la segunda más prolongada en términos biológicos dentro del vientre materno, nos deja con la ilusión de estar completos. De ahí la facilidad con la que madre e hijo se experimentan simbióticamente, y en consecuencia comparten sensaciones y estados emocionales que repercuten entre sí. Ese sentir empático que inicialmente permite leer al bebé e interpretar sus necesidades, conlleva el riesgo de la indefinición, es decir, perpetuar la ilusión de fusión entre ambos, con lo cual la madre puede perderse de sí misma -al sentir que se realiza a través de su bebé- y dejar a su pequeño en el extravío de serlo todo para ella, lo que le dificultará tejer lazos con otros el mundo.
No ser todo
Para romper con el encantamiento de la simbiosis se hace necesaria la presencia de un tercero, descrita como función paterna. Podría decirse que una de sus principales responsabilidades es la marcación de límites, pues con su entrada recuerda a la madre que su hijo no lo es todo para ella (qué existen más allá del pequeño, él y todo un mundo), e instaura para el hijo la restricción de no serlo todo para su madre. La fijación de ese primer límite se describe como el origen del sujeto, quien en adelante deberá “sujetarse/atenerse” a unos límites o normas. Si bien esta separación puede experimentarse como un malestar, es el corte necesario para permitirle al bebé ser en sí, es decir, dejar de ser objeto para el otro (en este caso, quien aporta la ilusión de completud a la madre).
La ironía en los límites
“La cultura es un conjunto de producciones e instituciones que organizan la vida humana, que la regulan, y este “regular” implica, en mayor o menor grado, represión. Si la cultura no permite la realización de los deseos, al menos de algunos de ellos, es porque considera que son peligrosos para la vida del grupo.”
(Mèlich; 2019: 178)
Recibir ese primer límite cuesta, pero a la vez, libera. La ruptura de la simbiosis afectiva comporta dolor, pero es lo que a su vez habilita para que cada uno pueda ser en sí. Somos a partir de quienes nos han creado, por eso es que llevamos dentro de nosotros las huellas de esas primeras relaciones que establecemos; sin embargo, para poder experimentar plenamente la vida humana, se hace necesario salir al encuentro con un mundo mucho más amplio y con la pluralidad de los otros.
Es por eso que los límites que nos fijan, cuando se han creado con el propósito de sostener los lazos sociales que cada cultura considera sanos, aunque nos cueste aceptarlos, a la vez nos aportan ciertas tranquilidades. Al demarcar territorios para las relaciones, estos límites nos dan un margen de acción dentro de un encuadre que protege.
Cada cultura acuerda explícita e implícitamente sus límites, por eso no son estáticos; a medida que la cultura se transforma, se hace necesario revisar y actualizar la pertinencia y vigencia de los mismos. En condiciones ideales, esto mismo sucede al interior de las familias, esto es, acordar lo que se permite, lo que se limita y lo que se prohibe. Estos acuerdos son en principio trazados por quienes cumplen las funciones materna y paterna, cada uno desde la historia que lo antecede; pero para lograr verdaderos pactos es necesario preguntarse qué de lo que anterior que trae cada uno merece ser sostenido o en qué medida establecer distancias o rupturas, y desde luego mediar entre ambas perspectivas. Es importante anotar que a medida que los hijos se van haciendo a unos lenguajes para expresarse, el considerar sus aportaciones igualmente les permitirá sentirse y saberse constructores de su mundo; en tanto sujetos, tienen derecho a participar en la creación del mismo.
Escuchar, verdaderamente, los límites
La interiorización de la noción del límite, el saber que existe un mecanismo a través del cual se fija hasta donde se puede llegar y qué es lo que no se puede traspasar, es un aprendizaje dinámico que se construye en la dialéctica misma de las relaciones y de la exploración del mundo. Una consecuencia de esta interiorización es la capacidad para fijarle límites a los demás en relación a nosotros, es decir, construir una autonomía en la cual nos sentimos a nosotros mismos y a partir de allí, reconocemos hasta donde permitimos a los demás entrar en relación con nosotros. Esto supone definir una distancia, o en otras palabras, establecer unos distanciamiento en las relaciones. Para los padres no es fácil darse cuenta que sus hijos empiezan a crecer, pues a menudo el impacto llega bajo la forma de un NO a la suposición del deseo que proyectan sobre él. A pesar de ello, el ejercicio de la paternidad y la maternidad fértil consiste en precisamente otorgarle a la vida que surge, el derecho a crecer y hacerse en medio de la interdependencia, reconociéndola en tanto vida autónoma.
Los límites que fijamos nosotros en relación a los otros, nos cuestan sobre todo porque tememos que los afectos (formas del amor) se resientan; sin embargo son necesarios para no ser invadidos, colonizados por los otros. En suma, es a través de esos límites como nos hacemos a nosotros mismos seres humanos autónomos, y nos retiramos de ser simplemente objetos de goce para los otros.
Está bien que cuidemos la forma en la que se desarrollan los niños y las niñas, podemos presentarles lo que creamos son las “mejores lecciones” para navegar en este mundo, pero en últimas la educación auténtica es para que ellos lleguen a hacerse sus propias ideas, que realicen sus elecciones responsablemente (es decir, asumiendo tanto las pérdidas como los beneficios, las consecuencias y responsabilidades que de ellas se desprenden). Es muy probable e incluso deseable, que tomen ciertas distancias de lo que les hemos transmitido… es decir, que fijen un límite a las influencias que realicemos sobre ellos; quizás esto cueste aceptarlo (al leerlo como negación a nuestro legado) pero será señal de autonomía (y por ello sería mejor leer lo satisfactorio del trabajo que hemos realizado).
Bibliografía referenciada
Mèlich, Joan-Carles. (2019). La sabiduría de lo incierto. Barcelona: TusQuets Editores. 432p.