Nacer a un mundo que ya existe
Los seres humanos nacemos a un mundo que ha venido existiendo antes de nuestra llegada a él. No es un mundo estático, es un mundo en desenvolvimiento y por eso mismo, empezar a habitarlo es afectarlo con nuestra presencia. Estar en el mundo implica descubrirlo poco a poco a través de la experiencia propia, y a través de las palabras con las que nuestros padres nos introducen en él. Al describir el mundo para los niños, los adultos significativos narran su punto de vista sobre el mismo; por eso lo primero que se hereda es un modo de ver (o percibir).
Pero, ¿cómo se ha configurado su perspectiva? Quienes ahora son padres, a su vez son hijos. Sólo que a lo largo de su vida, han estado expuestos al punto de vista de muchos otros, por relaciones sincrónicas o por mediación de textos (libros, pinturas, piezas musicales, etc), gracias a lo cual se han hecho herederos de muchos modos de ver. Además, al hacerse preguntas sobre todas estas perspectivas, seguramente habrán podido llegar a elaborar la propia, que no obstante, está en continuo devenir (tal como todos lo estamos, mientras estamos vivos).
Pertenecer
Ahora bien, inmenso como es el mundo, la primera plataforma de anclaje es el hogar familiar, espacio en el que se articulan diferentes maneras de ver, leer, percibir, escuchar e interpretar la realidad que se nos presenta. Éste se inscribe a su vez, en el clan mayor de los antepasados, pero ¿Qué influencias recibe? Creencias, aprendizajes que a su momento han permitido a sus miembros vivir -o sobrevivir-, elecciones e intenciones… en suma un legado al que se hace honor, que resulta inevitable, o al que se resiste (porque incluso la resistencia implica sostener su presencia de alguna forma).
La energía del clan es poderosa. Nos da soporte, nos conecta con toda la vida circundante dentro de un marco, a la vez que permite tejer conexiones entre un nosotros más amplio que el hogar familiar, aunque no por ello, infinito. En principio, la pertenencia al clan reclama respeto y apropiación de un código de honor que cohesiona en torno a ciertos valores, normas, comportamientos; hacen a todos sentirse parte de algo que no se reduce a cada uno, sino que agrupa y aporta la sensación de “ser todos uno”, de pertenecer.
Frente a todo esto cabe que nos preguntemos ¿Qué dice mi clan sobre eso que es el mundo, sobre qué relaciones se pueden tejer, sobre cómo hacerlo, y sobre cuáles son impensables? Y al entrar en el espacio íntimo del hogar familiar, ¿Qué hereda cada generación que lo compone? ¿Ha sido auténticamente creado por papá y mamá? ¿Están sus deseos, aprendizajes e intenciones puestas al servicio de un núcleo que acoge y sostiene la vida? Además ¿Cuánta herencia del clan mayor opera inconscientemente dentro suyo? ¿Confluye coherentemente?
Ahora bien, la educación con su misión de expandir nuestro horizonte, nos inscribe en un territorio simbólico más amplio que el clan al que hemos nacido; nos “entrega” los mensajes de los sabios (Steiner, 2004) que nos han precedido en diferentes culturas. A la vez, con su responsabilidad de formar seres humanos éticos y ciudadanos críticos, nos habilita para crear nuestra propia perspectiva. Al narrarnos las condiciones sociales (organización humana), políticas (maneras de ejercer el poder), económicas (medios de producción y circulación de bienes), artísticas (sensibilidades y creaciones posibles o impensables) de cada época en diferentes espacios geográficos, nos permite reconocer la manera plural en que se ha configurado el mundo que nos antecede; al analizar la influencia de las mismas en nuestro tiempo, nos hace reconocer cuánto nos atraviesa ese legado; al preguntarnos por nuestro lugar en el mundo, nos responsabiliza frente al porvenir que estamos construyendo.
Pero como toda narración, las que se hacen en educación también tienen sus puntos de vista; de ahí la importancia de hacer explícito el lugar desde el que se contempla y se enuncia, es decir, nombrar esas comprensiones como las de seres humanos que también están inscritos en el fluir de la vida (finitos, ex-céntricos, históricos, situados). Nuestro tiempo reclama una educación sin pretensión de verdades universales, porque el punto de vista de los absolutos una y otra vez ha demostrado el borramiento de los que construye como otros(*); desde ahí se entiende que entre más responsable sea el punto de vista, más personal es su firma. Esta particularidad abre el espacio necesario para que se configure el punto de vista propio, es decir, reconocer las influencias del territorio común a las que tenemos derecho en tanto humanos y permitirnos ir un poco más allá en la construcción del mismo.
Deconstruir la herencia
Para el filósofo Jaques Derrida, deconstruir la herencia es un acto de amor. Lejos de criticar o derogar el pensamiento de los padres, maestros, sabios, o ancestros que nos preceden, deconstruirlo significa conocerlo profundamente para, sólo entonces, poder identificar sus imposibilidades, lo que le ha quedado en falta. La deconstrucción es un método que implica entrega, porque uno sólo se dedica a aquello que ama; y por eso mismo hacerle honor significa llevarlo más allá de sus límites. Este ejercicio de ir más allá en el pensamiento de nuestros [padres o] maestros, es el que nos hace verdaderos herederos; en suma: el verdadero heredero no es aquel que replica el pensamiento de quien lo precede, si no quien recibe este legado y lo continua, lo renueva y entonces le permite seguir perdurando en el tiempo.
Por lo tanto, preparar un legado o una herencia es saberla sólo una entre tantas posibles; es reconocer sus límites y permitir cuestionamientos incisivos que expongan sus incoherencias, sus vacíos, para que los herederos puedan ampliar las fronteras de ese pensamiento. Por su parte, hacerse heredero es reconocer con gratitud el impulso de quien ha elaborado el legado que nos hace ser quienes somos; mientras que hacerle honor es deconstruirlo para llevarla más allá de lo que ha sido, es decir, hacia lo que puede ser (porvenir abierto)… y hacernos a nosotros mismos más allá del mismo.
“Podemos vivir, podemos seguir sosteniendo el equilibrio del mundo, si rehacemos nuestros planes de vida. Si tocamos con las manos a nuestros abuelos-estrellas. Si preparamos el corazón.”
(Green, 2015, 27)
Nota:
(*) “Y aunque sea posible que cada uno de nosotros produzcamos siempre con nuestra presencia alguna perturbación que altera la serenidad o la tranquilidad de los demás, nada hay tan perturbador como aquello que a cada uno le recuerdo sus propios defectos, sus propias limitaciones, sus propias muertes: es por eso que los niños y los jóvenes perturban a los adultos; las mujeres a los hombres; los débiles a los fuertes; los pobres a los ricos; los deficientes a los eficientes, los locos a los cuerdos, los extranjeros a los nativos”
(Pérez de Lara, 2001)